Existen innumerables definiciones acerca del éxito, y se han escrito decenas de miles de libros sobre este tema. El éxito es una condición que todo ser humano anhela abrazar, un privilegio que todos deseamos experimentar. Ser exitosos y prósperos es una meta legítima, una hazaña a la que aspiramos con empeño.
Sin embargo, muchas veces subimos las escaleras del edificio equivocado: trabajamos con intensidad para alcanzar un objetivo y, cuando por fin lo logramos, nos sentimos vacíos y tristes.
La vida no se trata únicamente de acumular reconocimientos o de alcanzar fama. Nuestro paso por la tierra no es solo para competir, estudiar o graduarnos de una universidad. Todo eso está bien, pero nuestro propósito trasciende esas metas. Es más grande que recibir un salario elevado o tener posiciones de poder.
El verdadero éxito consiste en honrar a Dios, vivir con fe y esperanza, avanzar junto a los nuestros y disfrutar el presente sin dañar a nadie. Significa vivir sin envidias, sin celos ni hipocresía.
Muchos se afanan por títulos, puestos o riquezas, y al final terminan enfermos y solos, sin dejar un legado a sus hijos ni a las generaciones futuras.
He visto hermanos enfrentarse por una herencia; matrimonios que un día se prometieron amor eterno, destruirse en batallas legales por bienes materiales; grandes atletas quedar en quiebra después de ganar millones de dólares; celebridades que se suicidan porque no encuentran sentido a su vida; médicos prestigiosos sentirse impotentes ante la enfermedad terminal de un hijo; personas honorables caer en corrupción arrastrados por la ambición.
Todo esto nos recuerda que más allá del éxito social, político, económico o profesional, existe algo más profundo: conocer nuestra verdadera identidad y sabernos amados y valorados por Dios.
El gran Juan Luis Guerra, intérprete de éxitos internacionales, en 1995 tenía una carrera artística sólida, una maravillosa esposa, un hijo amado, suficiente dinero, premios y conciertos multitudinarios. Sin embargo, algo ocurrió en su vida.
En una entrevista concedida al periódico español El Mundo, confesó:
«Hasta aquí hemos llegado», dijo, cuando comenzó a perder la vista. Los médicos no sabían con certeza qué tenía. La situación era tan metafórica como real. Después de meses de descanso y de encuentros con amigos que le hicieron “creer a Dios, que no es lo mismo que creer en Dios”, Guerra tuvo una epifanía. Sus ojos comenzaron a sanar, dejó las pastillas para dormir, su ansiedad desapareció.
En esa misma entrevista declaró:
“En mi caso sí, Dios es mi ansiolítico, porque todos mis padecimientos se pasaron cuando le descubrí, cuando me confié a Él. Lo tenía todo, pero estaba vacío. Cuando el corazón está lleno de ansiedad, el cuerpo enferma, y eso fue lo que me pasó. Debía de estar pletórico por todo lo que había conseguido y, en cambio, estaba nervioso, no me sentía bien en ningún lugar, no dormía, estaba enfermo. Fue una época muy dura, de mucha oscuridad, pero Jesucristo me dio la tranquilidad”.
La vida de Juan Luis Guerra comenzó a saborear el verdadero éxito cuando conoció a Jesús.
Como dice la Palabra:
“Porque ¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma?”
(Mateo 16:26)
El verdadero éxito es tener paz en el corazón. Y esa paz no tiene precio.

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